despacito,
de las cosas que nunca escribí y que, por lo tanto, no leeré.
Te quiero hablar de asuntos que nunca sucedieron,
de las personas que nunca nacieron, que jamás vivieron y que de ningún modo conoceremos.
Comencé la investigación el Once de Noviembre de Dosmilonce porque era una fecha que no se repetiría en ningún nuevo ciclo solar, por lo menos no en millones de años y en otro universo.
La idea era tomar una muestra de recién nacidos y utilizar un método avanzado de reconocimiento de llanto, gesticulaciones, evaluación de postura y principalmente de fluctuaciones en el impulso nervioso y sináptico a nivel cerebral (porque no se puede realizar de otra manera) para recopilar información y conocer la respuesta a una pregunta sencilla que le hacíamos a los recién nacidos que cumplían con los criterios de inclusión.
La hipótesis era la siguiente: "Los recién nacidos de madres multíparas o primigestas son capaces de decidir, en el momento mismo del parto (durante el expulsivo), si quieren permanecer en el planeta Tierra o Nacer en otro mundo, según el grado de felicidad que ellos estimen conveniente".
En palabras simples, les damos la posibilidad al bebito de querer quedarse en este planeta o de irse a vivir a otro planeta del sistema solar, incluso fuera de la vía láctea, en algún exoplaneta aunque todavía no se haya descubierto.
Nos basamos en el principio ético de la autonomía, de decidir en qué planeta nacer, crecer, enamorarse, llorar y morir. A todo ser humano, desde el principio de los tiempos y la historia Bípeda, se le ha pasado a llevar este derecho de elección, obligándonos a nacer en un planeta sin preguntarnos si así lo queremos o si en verdad nos gusta más Júpiter o una luna de Saturno.
La investigación era experimental puesto que realizábamos una intervención en la muestra escogida de bebitos. Dicha intervención consistía en colocar electrodos cefálicos al momento de coronar la cabeza del bebé y asomarse por primera vez en el planeta, incluso antes de respirar.
El electrodo cefálico tenía dos funciones: de emisor y receptor de mensajes. Les enviábamos señales pulsátiles que se percibían como imágenes en el telencéfalo neonatal. Las señales que les mandábamos eran sencillas: les enseñábamos el planeta Tierra.
Les mostrábamos dónde vivían los seres humanos (casas), las cosas que comían (carne), cómo se comunicaban (boca). Era posible transmitir hasta sentimientos: entonces le transmitíamos el sentimiento de la alegría al dar el primer pasito en la vida;
el sentimiento del fracaso al obtener nota roja en una prueba luego de estudiar toda la noche;
el sentimiento del amor al cruzar la primera mirada con tu alma gemela;
el sentimiento del dolor al perder al que llamamos papá y a la que llamamos mamá
y el sentimiento de la confusión interna al no encontrarse a uno mismo por mucho que uno se busque.
Elegimos agregar imágenes sencillas por medio del electrodo, en alusión a nuestro planeta: un pajarito, un automóvil, una canción, un celular, un político, una nube y una lágrima.
Todo eso se transmitía en 2. 33 segundos, porque la elección tenía que ser rápida. El mensaje finalizaba mostrando cómo todo ser humano termina al momento de dejar de latir el corazón, luego del último suspiro: huesos metidos dentro de una caja enterrada bajo tierra.
Al acabar el mensaje emitido, el electrodo captaba las señales que reenviaba como respuesta el telencéfalo del bebito y las procesaba en un computador, arrojando dos simples respuestas: SÍ o NO.
En el caso de que apareciera la palabra SÍ, entonces se proseguía con la atención del parto, rotación externa, extracción de los hombros y del resto del cuerpo, ligadura de cordón y ya el bebé formaba parte del planeta Tierra y pasaba a ser un ser humano persona, incluso reconocido por la constitución y las implicaciones legales que ello conlleva.
De lo contrario, si la opción NO aparecía en la pantalla, entonces aplicábamos la maniobra de Zavanelli e introducíamos de nuevo la cabeza fetal (porque aún no era un ser humano persona) dentro del útero.
Colocábamos rápidamente dos ventosas en el fondo del útero externamente y procedíamos a aplicar ondas de alta frecuencia (todo esto aprobado por el consentimiento firmado de la madre previamente). Las ondas tenían tanta frecuencia que superaban la frecuencia alcanzada por la luz al viajar por el vacío y entonces el feto era capaz de desintegrar sus partículas pesadas en partículas de luz que se transmitían como una especia de rayo en dirección al planeta que el bebé escogía en secreto para nacer y vivir su vida de adulto extra-terrestre.
Las madres de los bebés que escogían otro planeta, como era de esperar, pasaban por un período de defensas bajas pero eso también lo cubría la investigación y les dábamos un tratamiento endovenoso y un caramelo.
Sin saberlo los sujetos de la muestra, debo confesar, enviamos un transmisor interestelar junto con el bebé arrojado a otro planeta, para conocer el grado de felicidad alcanzado y saber si la investigación tuvo significancia o no (esto nunca lo publicamos, por conflictos con el comité de ética de la investigación).
Nos dimos cuenta tarde que las hojas ya no crujen como las de otoños anteriores (menos aún las que se quedan en el agua): Hoja seca que no cruje, no sirve para nada: y nadie hace algo por cambiarlo: todos nos quedamos en casa cuando hace frío: comemos porotos o tejemos bufandas y gorros para guardar un poco el calor que se nos va sin quererlo.
Nadie hace marchas en la Alameda por la sequedad de las hojas y su tendencia anual a ser menos crujientes que antes: pero a ti y a mí (nosotros) nos da pena perder la costumbre ya vieja de pisarlas, de dejar que el crack bajo la zapatilla se lleve consigo los problemas de nuestra relación y no hay crisis existencial que no se supere al realizarlo, haciéndolas desaparecer bajo el pie, a rematarlas después de perder su función de hoja verde en la copa de un árbol. Se desprende ya marchita y gastada, con apenas una pizca de clorofila y se deja llevar por la primera brisa de la mañana, rebotando pausadamente en el aire, como queriendo inmovilizarse, quedarse por siempre en el instante pre-estrellamiento contra el pavimento de la acera. Pero inevitablemente termina en el piso, a la deriva, con el destino de despedazarse tras el camino de la gente al llegar la noche, o caer al charco de agua que no saltamos: que nos quedamos mirando desde arriba: mientras la hoja nos mira desde abajo, susurrándonos sus motivos para estar menos seca que antes, pero tristemente alcanzamos a ver a penas un par de burbujitas flotando a la superficie: y allí se queda entonces sumergida hasta el fondo, sin esperar más nada que el zapatazo en la cara o que las nubes vuelvan por estos lugares a descargar las cosas malas que hay en el cielo.
Escucho tus sonidos desde la ventana del Café. vienes llegando.
huelo tus colores,
veo tus olores.
percibo tus dolores
Estoy un paso a la derecha y atrás de tu marcha, de tu decisión de dejar caer tus glúteos sobre una silla abandonada para reposar un instante de los fregones del día jueves.
Pides una copa de vino para ahogar los prejuicios y soltar a risas las palabras que no se dicen sobrio (a menos que estés loco).
"yo solo espero que las cosas sucedan", me sueltas desde lejos con una mirada.
Lo entiendo, todos en el café lo entendemos porque es lo mismo que todos hacemos en las estaciones de metro: dejamos que el carrito se meta al andén,
dejamos que se abran las puertas,
dejamos que nos empujen hacia adentro y esas cosas.
Nadie en el Café, te lo puedo asegurar, detiene carritos de metro con una mano o propone soluciones concretas al mar de gente en hora pico.
Dejamos que los días vengan, que lleguen, que avancen, que se esfumen y se transformen en un número más en el calendario.
sabía yo que tu día iba peor que el mío.
sabías tú que yo sabía todo eso desde mi mesa.
Estamos todos a la espera del mesero, todos lo deseamos, todos queremos contar nuestras penas, todos queremos llorar lo que acongoja, todos queremos pedir una orden de decisiones acertadas y de agradecimientos por aquello.
Recojo las bolsitas de azúcar vacías que le eché al café y te las dejo en la mesa camino hacia a la puerta. Es lo que estábamos esperando a que ocurriera, es lo que el destino tenía preparado para nosotros.
Dejé el Café con los bolsillos llenos de servilletas (mi mamá las colecciona) y tú te quedaste allí con el destino a cuestas, con la lágrima a punto de caer por tu ojo izquierdo y con una sinapsis neuronal repitiéndose por todo lo que quedaba de tarde. Pero yo sabía que tú sabías que de lo único que estábamos seguros era que nuestros días ya no iban a ser los mismos de antes.