jueves, 18 de junio de 2020

Los cuervos

El primer cuervo lo vimos una tibia tarde de otoño, cuando casi todos volvían de sus trabajos a encerrarse en sus departamentos. Cruzó el cielo de nubes rosadas, describiendo una trayectoria irregular quizá producto del agotamiento propio luego de un viaje extenso, apresurado por recostarse sobre la rama de un árbol (como las personas en sus apartamentos).

No fue difícil identificarlo: fue como una mancha en un vestido claro, un lunar aislado en tu piel pálida: pero sí nos costó convencernos de que el cuervo era realmente cuervo y no un murciélago o una ardilla voladora. El último que habíamos visto había sido en Luxemburgo, tan lejos de nuestro lugar, tan lejos de nuestro tiempo actual.

No quedó duda de la veracidad de su existencia cuando al transcurrir los días, los perros ya no se olfateaban las colas ni jugaban como en semanas anteriores. Más aún cuando las abuelas que antes eran muy amigas ahora ni siquiera se decían “Buenas tardes, querida ¿cómo estás?, ¿mucho calor? “

Los días cada día se tornaron más fríos y las hojas de los árboles abandonaban el esqueleto que las sostuvo durante la estación pasada.

Yo me negaba a convencerme a la idea de su llegada, más que por rabia, por el miedo de dejar desaparecer nuestro sueño, que tantos años y abrazos nos costó construir. Pero a cada atardecer que sucedía, más cuervos aparecían sobre los árboles,

Sobre los cables del alumbrado,

En el tejado de las casas,

En la azotea de los edificios,

Durmiendo sobre los autos,

Graznando cada vez que alguno se atreviera a acercarse.

“Nunca pensé que llegarían los cuervos a esta ciudad. Mamá dijo que algún día ocurriría, pero no le creía”- dijo la abuela que caminaba apoyada en su muleta una tarde que me crucé con ella de vuelta del trabajo, quien al parecer se resistía a abandonar su costumbre del paseo diario, aunque ya no hubiera nadie que la acompañase (nadie excepto su perrita negra).

Yo quise responderle que no era nada malo, que todo mejoraría en el siguiente equinoccio, todos volveríamos a ser como antes; los perros volverían a olfatearse las colas y las abuelas volverían a ser amigas, pero cuando me dispuse a abrir la boca para lanzar las palabras, los cuervos comenzaron a gritar en conjunto, fuertemente desde sus nidos, escondidos, ahogando lo que tenía que decirle a la abuela, que para entonces ya estaba tapándose los oídos y las lágrimas brotaban de sus cansados ojos.

Envuelto en un semblante oscuro, cerré los labios, crucé la plaza y me alejé dejando a la abuela solitaria en su banca, en dirección hacia mi apartamento.

Desde el balcón vi la ciudad dormirse y sobre ella, millones de machas negras  despertando bulliciosamente sobre los tejados, emprendiendo el vuelo, dando vueltas por el cielo.



Los cuervos se habían tomado la ciudad


.