martes, 16 de julio de 2019

Crónica de un Eclipse de Sol


Vi por primera vez el anuncio del eclipse en una visita de supervisión a La Serena en Diciembre del año pasado.
Desde entonces nos nació la idea de ir a verlo.
Queríamos ser testigos de este evento  que no se repetiría hasta en 146 años más.
Buscamos la forma de pedir permiso en el trabajo y de encontrar algún arriendo  disponible y sensato en precio para esas fechas.
Encontramos una acogedora casa en Tongoy. Decidimos ir los dos junto al chucho, y compartir ese momento del eclipse  como un secreto, como algo íntimo para recordar como familia y tener algo que contarle a los hijos que nunca tendremos.
Calculamos mal: la sombra no iba a pasar por Tongoy, así que nos fuimos a Totoralillo, 34 kilómetros al norte, donde el eclipse en su fase total duraría un minuto y treinta y cinco segundos. Juramos hacer lo imposible por ver el anillo de fuego, por ver cómo el día se transformaba en noche.
Era un día precioso, despejado a más no poder. Habíamos visitado el día anterior un lugar donde estacionar el auto y poder tener una buena vista, pero al parecer muchos tuvieron la misma idea y llegaron desde la mañana a instalarse en el mismo lugar.
Finalmente nos estacionamos cerca a la ruta 5, en una explanada con amplia vista al mar.
Tú querías ver el eclipse desde el auto, abrazando al chucho para que no le diera frío, sobre todo cuando la luna tapara completamente al sol. Te convencí para que en el momento de la fase total nos acercáramos más hacia el interior y pudiéramos apreciar el eclipse en todo su esplendor, conectándonos unos instantes con la naturaleza.
La luna comenzó a cubrir tímidamente al sol de forma puntual, tal cual lo habían anunciado. Todos nos pusimos nuestros lentes para eclipse y observamos cómo paulatinamente la luna acogía en ese abrazo a la estrella más cercana a nuestro planeta.
Dicen que los animales cambian su comportamiento durante el eclipse, pero el perrito se portó de lo más bien en tus brazos.
Poco a poco iba produciéndose el fenómeno y todos con la misma parsimonia lo observábamos, al igual que contemplan los espectadores a un pintor completar su obra.
Ya casi en la etapa final, nos adentramos en el páramo a orillas del barranco que daba al mar. 
Con ansias miramos cómo la luna devoraba los últimos restos de sol que quedaban y en un póstumo intento de librarse, éste lanzaba sus ya débiles rayos de luz hacia la Tierra, mientras de a poco aparecían las estrellas y todo se tornaba oscuro.
Increíble es recordar esos últimos destellos, de sorprendernos del sol que nos ilumina todos los días y que lentamente se apagaba, luchando por abrirse paso a través de la luna.
Justo en ese momento del abrazo completo, del beso más bello que dos cuerpos celestes se puedan dar, la gente comenzaba a dar gritos, atónitos de presenciar tal espectáculo.
Mis manos temblaban y del mismo modo gritaba. Ya cuando el sol fue cubierto por completo y apareció el anillo de fuego saludándonos, la fiesta estaba desatada: yo saltaba y gritaba con las manos en alto, intentando tomar alguna fotografía decente con el teléfono. Te miraba y sonreías al momento de sacarte los lentes, abrazando al chucho que no entendía nada, como si fuera lo mismo estar allí gritando que estar en la casa viendo Netflix, comiendo chinos.
Y ese momento de alegría desearía para mí cruzando el limbo hacia el más allá (si existiera tal cosa): vivir eternamente en ese momento de éxtasis por una cosa tan simple como mirar el sol,mirar la luna, mirar la luna tapando el sol, como si los problemas también se eclipsaran y quedaran ocultos bajo esa felicidad de un minuto y treinta y cinco segundos,  que no existieran correos por responder, reuniones que agendar ni llamadas que contestar, toda la vida es en verdad una fiesta a causa de lo más simple, del hecho mismo de existir, estar así tal cual, tú abrazando al chucho, los dos riendo y saltando.
Ni una mosca voló en ese momento (de seguro se fueron a acostar), ni un auto recorría la ruta 5, todo ser viviente debía de estar con la vista alzada, contemplando ese efímero momento en el que sol se veía opacado por nuestro pequeño satélite natural...
Del mismo modo en que se esfumó, la luz volvió a aparecer, con la tranquilidad de un amanecer de invierno. 
Vimos cómo nuestras sombras iban apareciendo en el suelo y halos de luz irregulares iban cubriendo a todos los presentes. Después concluimos que esos halos eran las sombras que proyectaban las montañas de la luna sobre nosotros.
Las moscas volvieron a volar, los autos comenzaron a retornar en dirección al Sur, todos los allí presentes volvieron la mirada a la Tierra, tú y yo nos abrazamos. Todo al parecer volvía a ser como antes, como si los problemas solamente se hubieran quedado en pausa, pero una huella de eclipse quedó en todos nosotros, en ti, en mí y en el chucho, acompañándonos por siempre.

No tomé ninguna fotografía decente de ese momento.