lunes, 22 de abril de 2024

Hoy brillarás como una luciérnaga en mitad del bosque más oscuro. 

Cual bicharraco enardecido por aquel destello interno, como unas cosquillas surgiendo desde la tripa del duodeno, pero no es en este caso un resquicio de la cena, es la chispa que va forjándose desde la entraña, para iluminar tenuemente el entorno mientras mueves tus alitas, dibujando el trayecto en el cielo que vas surcando, como la estela de un cometa que cruza el sistema solar desde la nube de Oorf.


Hoy serás la estrella más brillante en la galaxia. Aunque solitaria flotes y deformes el tiempo/espacio con tu propia masa, por mucho que los telescopios aún no te logren descubrir, serás para alguien más en un remoto exoplaneta el lucero que anuncia el día que está por nacer y que hay que prepararse para ir de nuevo al trabajo y dejar a los chiquillos en el colegio, adentrarse en el tráfico interminable de la carretera, el desfalco de los pórticos de telepeaje y bocinazos estrepitosos.


Serás también la luz de una vela cuando se corta la electricidad en la casa. Reunirás a toda la familia a tu alrededor. Conversarán de los recuerdos de la infancia, cómo jugaban en el piso de tierra del comedor, escondiéndose bajo la mesa para no ir al colegio, las tías eran unas niñas y los libros de cuentos de terror el abuelo los tenía guardados en su baúl.


Serás más que la llama de una hoguera, abrigando con tu manto cálido al perrito que está durmiendo a un costado de la chimenea. No habrá invierno que te penetre hasta el hueso, serás inquebrantable como magma brotando desde el núcleo de la Tierra.


Casi como nunca, más que siempre y eternamente, conservarás el brillo de esa luz que proyectas. Ni la gelatina espesa de la oscuridad salpicará en tu destello, tus halos de luz atravesarán las sombras pegajosas. Será que aquel ángel guardián que tenías nunca te quiso abandonar, jamás quiso irse,  a pesar de las interminables noches más oscuras, a pesar de las penumbras más aterradoras.



*


domingo, 21 de abril de 2024


Va y viene 

como un columpio solitario

en una plaza solitaria 

una noche solitaria.

Desde atrás te agarra y a veces te suelta

como queriendo arrastrarte 

por la tierra 

por el cielo

por el mar.

El viento te cuenta secretos al oído,

cuentos sin contar en la historia 

que callaron 

como tú y yo durante la hora del almuerzo.

Va y viene 

tal cual un péndulo

de un reloj 

al anunciar la medianoche.

Un traspié en el tiempo

una vida que surgió de un acontecimiento no planificado

de entre muchas otras vidas 

dentro de otras vidas ya vividas.

No eres ni el juez ni el verdugo,

no te toca dar la sentencia,

ni castigar a la conciencia.

Como que va

y como que viene

a la orilla de un riel 

esperando que den las diez 

para que pase

el tren de las diez.

Ese impulso de no avanzar 

de dejar el freno de mano puesto y salir arrancando.

Va y viene 

como el verano y el invierno 

como el día y la noche

como la muerte y la vida

como todas las tormentas 

que nacen y se pudren 

en la cabeza .


lunes, 4 de marzo de 2024

Nuestra plaza


Contra toda probabilidad, a pesar de lo poco factible de que ocurriera, sucede que encontramos en Granada una plaza escondida del resto de los callejones.  Revisamos en el mapa del Lonely Planet, verificamos en Google Maps y no estaba indicada en ningún sitio. 


No había inscripción que demarcase el nombre de esta pequeña plaza cuadrada, circunvalada por los característicos Carmenes pequeños de fachada blanca del barrio de Albaicín. Naranjos frondosos y atochados de turgentes frutos carmesí decoraban la plazuela y un par de bancas de madera nos sirvieron de descanso para estirar las piernas luego de un recorrido inagotable por los callejones serpenteantes en una búsqueda fallida hacia el Sacromonte.


Por los ventanales de las casas creímos ver asomarse un par de señoras, que sigilosamente cerraban sus cortinas no sin antes echar un vistazo rápido hacia la calle, casi como para asegurarse de dejarnos ese momento para nosotros dos y el tigre. Bautizamos el lugar como “Plaza Wally”, tomados de la manita y dejando avanzar la tarde planeando a qué otro bar de tapas iríamos a cenar por la noche.


De alguna forma el tiempo pareció más parsimonioso, avanzando a la mitad de la velocidad de reproducción, pausando el ritmo ajetreado al que acostumbra a ir nuestras vidas, dándonos un breve (¿o eterno?) respiro. Dejamos que fuera así, sin necesidad de forzarlo, que este sol de invierno nos diera un tantito de calor en los cuerpos, observando esa luz atravesando la Alhambra, también proyectándose de forma pausada, como si fuera un destello viniendo de tiempos lejanos, de años donde sultanes reinaban la ciudad, con caudales desbordantes que anegaban el Darro y espejos de agua decoraban los palacios nazaríes. Imaginamos entonces que éramos los dueños vehementes de ese tiempo ilusorio y de esos palacios ostentosos que pertenecían tan solo a nosotros. Rincones decorados de detalles diminutos donde nos perseguíamos sin temores bajo el sol y bajo la luna, sin los prejuicios que nos caen como piedrazos de una sociedad normativa y castigadora. Éramos dos sultanes enamorados sin temor a una reprimenda, porque con el amor que nos teníamos éramos uno en cada habitación, cada esquina, cada fuente y luego el palacio entero, el país entero, el mundo entero…


Sin darnos cuenta, casi se nos fue la tarde. Nos pusimos de pie y abandonamos nuestra plaza, dándome vuelta una última vez para echarle un pequeño vistazo y tomar una fotografía mental de ella. Emprendimos calle abajo el retorno a nuestra casa, atravesando pasajes estrechos y escalones que aparecían por sorpresa al doblar la esquina.


Debo confesarte que esa noche tuve los sueños más extraños que había tenido hace mucho tiempo: doce leones aguardando una fuente bajo un salón de techo abierto, la noche oscura se alzaba en lo alto; 

laberintos interminables de cipreses, la sierra montañosa llena de nieve y sin nieve y luego con nieve otra vez. 


A punta de bruxismo, creí despertar en medio de la madrugada logrando apenas reconocer en qué ciudad de España estábamos, otrora fue Barcelona, otrora había sido Valencia. Levantándome sigilosamente y sin despertarte me dirigí simulando ir al baño, pero algo parecía surgir de un lugar escondido dentro de lo que se supone que algunos llaman alma, dentro de lo que otros llaman instinto. Vestido con primera capa, chaqueta azul, gorro negro, guantes y zapatillas de trotar, me lancé corriendo calle abajo por Moral de Magdalena hacia la catedral de Granada, cruzando la plaza de la Alhóndiga, en una noche gélida del mes de enero. En el cielo brillaba menguante la luna y un tímido Júpiter se alejaba como cada noche de ella, ambos testigos de la locura que estaba cometiendo. 


Con teléfono en mano e internet portátil en el bolsillo, me fui encaminando en búsqueda de nuestra plaza, guiándome por el marcador que había fijado previamente en el mapa. 


Juro que recorrí en sentido inverso los mismos escalones, atravesé pisando el empedrado de las mismas calles, eran exactamente los mismos faroles que adornaban los pasajes, pero al llegar al punto demarcado por el GPS, no había más que fachadas blancas rodeando cada rincón. Ninguna puerta, ninguna abertura existía en aquella muralla que ahora se alzaba en el lugar donde anteriormente se abría la estrecha cintura hacia la plazuela. Ni atisbo de los naranjos y sus frutos, ni mucho menos de nuestra banca, solo una eterna muralla acorazada manteniendo los márgenes de la calle con total naturalidad, como si en aquél lugar jamás ningún arquitecto modernista hubiera intencionado diseñar una sencilla plaza cuadrada. 


En la desesperación del momento, comencé a golpear el muro, dando gritos como pidiendo explicaciones a algún vecino ficticio de esas callejuelas que me indicara cómo volver a ese lugar donde el tiempo se pausaba, donde nosotros éramos los reyes de un pueblo que qué importa si era inventado, porque al final de todo era lo más dulce imaginar así el mundo de tu lado, sin una pizca de preocupación más que escoger cuántas Gildas prepararíamos en la cena de la noche.


Al comprender que era todo en vano, me arrodillé de espaldas a esa fría pared de albo concreto, escondiendo la cabeza entre las rodillas. Ya sin pena, algo se había ido desde adentro mío y se quedaba chiquito y guardado como un recuerdo de algo que ocurrió pero que si lo dijera en voz alta nadie lo creería y se desvanecería en el aire. Entendí que tendríamos que vivir con ello, con el recuerdo de ese momento, con la seguridad frágil de que existió esa placita pequeña solo para nosotros y que no volveríamos a encontrarla sino que ella algún día nos volvería a encontrar a nosotros. 



Tranquilo y en calma volví a casa, ahora sin mirar atrás, solo con anhelos y otros sueños para nosotros perfilando por delante. Llegué a casa con cuidado de no golpear la puerta de entrada ya que el presidente del edificio así lo solicitó. Me metí de puntillas a la habitación, allí dormías sereno, respirando tranquilamente. Con mucho cuidado me acosté a tu lado haciendo cucharita y te besé la mejilla. Por la ventana se veía el cielo de color tornasol a punto de amanecer. En pocos minutos sonaría la alarma, teníamos que levantarnos temprano porque debíamos coger el tren camino hacia otra ciudad de España .



    Granada, enero 2023