lunes, 25 de agosto de 2025

La hoja en blanco

Tuve un hoja en blanco en mis manos que convertí en barquito de papel. Me subí en él y me acompañó a navegar los siete océanos a lo largo de miles de años. Otras veces nos embarcábamos sobre ríos turbulentos que terminaban en caída libre por una cascada altísima, pero siempre lográbamos salir a flote, por muy tumultuoso que el caudal fuera.

Luego el barquito se transformó en avión de papel. Con él surqué cielos color turquesa atornasolados, sintiendo la caricia de la tibia brisa de un amanecer, planeando serenamente por un viento que nos llevaba a todas partes. Pero otras veces tuvimos que atravesar torbellinos huracanados o cruzar las turbulencias de un ciclón tropical. Sin importar lo que nos esperara al emprender el vuelo, siempre lográbamos aterrizar a salvo en tierras calmas. 


Después el avioncito lo convertí en una flor de papel que llevaba siempre conmigo en la mano, haciéndome compañía desde el desayuno disfrutando de un capuchino recién preparado. Un día planté la flor y contra toda posibilidad, su pálido blanco se revistió de unos hermosos colores, más bellos que todas las rosas del mundo juntas. Y cada noche antes de dormir la regaba para que sus pétalos se mantuvieran vívidos por siempre jamás. 


Pero un día la flor se marchitó y como todo en la vida cumplió su ciclo. Entonces tomé el papel reseco y con dificultad lo volví a convertir en un barquito. Una día de febrero luego de una lluvia imaginaria de verano, puse el barquito en un delgado riachuelo que se formó en la esquina de Sucre con Condell. Había  llegado el momento de dejarlo ir. 


Me despedí de él agradeciendo su protección durante todos los años que navegamos juntos, volamos y nos hicimos compañía floreciendo, pero tocaba continuar este viaje en solitario. Vi el barquito alejarse audazmente por la orilla de la calle, tranquilo de saber de que no sería tragado por ningún desagüe o agarrado por un payaso asesino escondido en una alcantarilla: tenía la certeza de que el barquito de papel encontraría su propio camino hasta llegar al océano y luego conquistaría nuevos continentes aún no descubiertos.

lunes, 18 de agosto de 2025

Mapocho en otoño

 


Tanto desencuentro en estas calles 

evitando las esquinas 

de ciertas avenidas 

de ciertos semáforos 

de ciertas plazas 

y de ciertos pasos de cebra 

para no encontrar tu fantasma 

deambulando por la ciudad 

a la una de la tarde 

de un domingo después de un brunch. 


Recuerdo los abrazos 

que cobijaban los días fríos 

de inicios de mayo

una década hacia atrás 

caminando por Pío Nono 

y viendo las hojas amarillas caer 

jugando a hacerlas crujir todas

porque sino lo hacía

no podíamos cruzar la calle. 


De aquello solo quedan los escombros 

de los sueños en los que aún te me cruzas

y las fotografías eliminadas 

que desaparecerán por completo

dentro de los próximos 29 días

pero quizás cuánto tiempo pasará 

para que desaparezcan de la memoria

y no recordarte al cruzar en otoño 

los puentes sobre el Mapocho

que entre su caudal marrón achocolatado 

dejé los pedazos de nuestra historia 

deseando que lleguen algún día a mar abierto

y luego a las costas de un país lejano

en muchos años por delante

cuando estés de vacaciones recorriendo Europa 

acompañado de algún otro de la mamo 

y en esa playa me recuerdes

como una parte ya borrascosa 

de una de tus tantas vidas pasadas. 

viernes, 15 de agosto de 2025

Fiesta en solo

Hoy fue de aquellos días entre azul con amarillo, un tanto extraño, híbrido cual minotauro, tibio pero fresco, acogedor pero solitario. Como cada domingo tocaba paseo padre/hijo-perruno y decidimos dar unas vueltas por el barrio, para acostumbrarnos a estas calles que forman ahora parte de este cambio de vida. Hace mucho no veía correr tanto al perrillo. Decidí llevarlo al lugar donde nos conocimos por primera vez. Nunca, cuando estuvimos juntos, lo llevamos hasta aquella esquina. El edificio que alguna vez fue una discoteca ahora se había remodelado y hace mucho que ya la gente no baila en su interior, la música ya no suena potente desde sus  parlantes, el cubo donde peleábamos por un lugar debe haberse destruido hace años. Y allí estaba yo una tarde a finales de abril, con nuestro hijo en brazos, teniendo 17 años de nuevo pero deseando tener 18, en ese anhelo imparable de querer ser adulto para hacer las cosas que se ansían por hacer siendo grande, como si la vida fuera más sencillo superando la adolescencia. Pero heme aquí a mis 35 años de fiesta en fiesta, desde la madrugada hasta la mañana, queriendo encontrar las piezas que encajen en esta vida sin rumbo, los pedazos de vida que me dejaste en el camino, para ir recogiéndolos y armar de nuevo un proyecto sin tener claro que es lo que me alcanzará para hacer antes de fin de mes. Porque ahora ser adulto y pagar contribuciones dista mucho de los sueños que algún día fueron compartidos, que nacieron en ese lugar que ahora ya no es lo mismo de antes, pero que fue el big bang del universo que cobijó nuestros abrazos, desde una cabeza apoyada en un hombro, hasta prometernos la vida entera el uno con el otro, pero luego vinieron las mentiras y los mensajes ocultos, el sentirse solo de lunes a domingo a pesar de compartir la misma cama, de ver cómo de a poco nos íbamos despidiendo sin decirnos adiós, dejando que las cosas fueran gravitando a su propio ritmo, que el polvo que se sacudió se asentase lenta y silenciosamente de nuevo en el piso, para quedarse allí empolvado y pisoteado con el corazón arrancado de la caja torácica, desangrándose de a poco con el pasar de las horas, los días, los meses y los años. ¿Cuánto tiempo tuve que esperar de ti para volver a ser esos que se encontraron en esa fiesta, sin tanta premeditación, como si hallarse a la vuelta de la esquina fuese lo que estaba descrito a ocurrir desde que las cianobacterias se instalaron en los océanos primitivos?

No me di ni cuenta que el tiempo avanzó a velocidad 3X y ya se había hecho de noche. Me disponía a volver a mi departamento, tendría que prepararme un té porque ya estaba haciendo frío. Pero escuché  música que venía desde dentro del edificio. Juro que sí, era música que venía desde dentro y por las ventanas altas se veía las luces de múltiples colores que giraban en el aire. Tiré hacia un lado de la reja de metal y resulta que estuvo sin seguro todo el tiempo, cosa extraña considerando la seguridad de la ciudad de los últimos meses. Decidí entrar sin más, con hijo y todo. Pasé por el lugar que anteriormente era la boletería, entré por la delgada puerta que guiaba por un pasillo estrecho hacia la pista principal y allí estaba la música sonando desde los parlantes a todo volumen, las luces efectivamente salían desde cada rincón moviéndose en un frenesí estroboscópico, en la pantalla gigante se proyectaba un vídeo musical de Rachel Stevens y allí también estaba el cubo, sí, el cubo en el centro de la pista vacía, de un edifico vacío en pleno Barrio Italia . Dejé sentado al perrillo en una butaca y me dispuse a subir al cubo, reclamando mi lugar de antaño en sus geométricos ángulos, y dejándome llevar por el ritmo de la música que penetraba cada poro de mi cuerpo, me puse a bailar cual loco desenfrenado, como si no importara todo lo que ya ha pasado, lo que pasaría hoy ni mucho menos mañana y el perrillo ladrándome, dando saltos y moviendo la cola desde abajo, porque cuando se acabase esta fiesta inventada volveré a casa solo como cada noche, despertaré mañana con una resaca y seguro que pensaré que esta fiesta es como la vida de ahora en adelante y esta música que suena y estas luces que salpican por todas partes.