martes, 27 de noviembre de 2018

Cartas a Horacio XVI

Ayer me aconteció algo de lo más elucubrante.

En una conferencia con una edónea Polinésica, después de una sentida traslación de quarks, comenzamos a parlotear sobre los orígenes del cosmos: cuan hilarante fue el big bang y cómo es ahora un multiverso de referencias . 

Después de un par de copas de Garnacha en la estación Esperanza, paseamos por la alameda de baobabs. Ella quiso tomarme el tentáculo, yo se lo cedí . Con su culebra apoyada en mi regazo me transmitió lo mucho que estaba soslayada con una señal de los confines. Una señal de lo más inadhesible, difícil de tansgredir . Mis corazones dieron un pálpito, al acomodarnos en el desierto 198, para postergar el solsticio de Aries. 

Mi titubeo no fue menor al considerar la enana roja y preguntarle a la polinésica: ¿cómo dislumbras a esa señal de feroces facciones?

Y la desdichada refracciona: la dislumbro como uno de esos seres que aparecen en los bytes almacenados en los discados. Los que nos ubican en las sesiones del Origen Civil. Lo sentencio como un humano, como un tal Horacio de un cosmos remoto.


Mi titubeo fue el más recóndito de la postre Iberoneptuniana.


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