La calle largo de São Domingos no es una calle en realidad. Más que por el hecho de que sea tan breve como un café expreso servido en una pequeña taza que se engulle tras un pequeño sorbo, ya que luego de un par de lacónicas cuadras se transforma y cambia súbitamente de nombre a la Rua de Belomonte, es más bien porque la calle no es una calle, en verdad es un cuadro. De los que se cuelgan en la muralla del comedor para observarse a la hora de la cena cuando no hay más palabras que decir y en vez de quedarse cabeza gacha se decide indagar en los detalles diminutos de la obra en cuestión. O a gusto de otros, se le podría catalogar como una imagen pintada no en un lienzo en blanco inmaculado sino que en un pedazo de cerámica, un imán o un llavero de los que se compran al por mayor para regalar a algunos conocidos de regreso a casa luego de las vacaciones. O para las más modernas podría ser más bien una fotografía en el teléfono, guardada en un álbum oculto, para observarse en la noches de insomnio cuando luego de 125 vueltas en la cama te das cuenta que ya es imposible conciliar el sueño.
Tuve mis sospechas iniciales luego del cuarto día en Oporto al observar que, de todas las calles que divisábamos desde la terraza de nuestro Airbnb, aquella era la más tranquila. Hacia un lado teníamos las torres de la catedral de Oporto alzándose sobre los callejones laberínticos y los tejados florecidos. Un poco hacia atrás al final de Maozinhos, la estación Sao Bento observaba en calma el tráfico de las 19:00 hrs viniendo desde el Duero. Abajo nuestro, la construcción de la línea rosa del metro nos hacía temblar la cabeza con sus incesantes excavaciones. El ajetreo constante de la Rua das Flores contrastaba con el apaciguado ritmo proveniente desde Sao Domingos.
Al despertar la quinta mañana y asomarme a la terraza tomando un americano descafeinado, comencé a notar las primeras señales: las gaviotas se posaban en los techos de todas las casas excepto en las de dicha calle;
Las personas de alguna forma ignoraban su existencia y continuaban un trayecto recto hacia la Rua de Sousa Vitterbo;
Luego, la luz del atardecer tomaba un reflejo extraño en los azulejos en la fachada de las casas en esa callejuela, como reflectando los haces de luz de forma diferente, como si de una superficie distinta y ponzoñosa se tratara.
Se volvía más evidente en las noches, cuando al mirar nuevamente la curva que se traza y se pierde tras el corredor de casitas, se tornaba más silenciosa que cualquier otro sitio, ningún transeúnte pasado en copas de Oporto Tawny osaba atravesar sus adoquines, casi como esquivando el umbral que daba inicio a esta pintura.
La incertidumbre se desvaneció y se convirtió casi en una certeza tangible y apachurrable el sexto día mientras comíamos un pastel de nata en el Atelier De Castro, escuchando un par de tripeiras en la mesa del lado charlando. No es que acostumbre a oír conversaciones ajenas, puede que quizá no haya comprendido muy bien el portugués, pero era evidente que dentro de las coincidencias lingüísticas pude claramente comprender que hacían referencia al misticismo de la calle Sao Domingos. Aseguraban que la calle era una suerte de paralelismo a la realidad constante de los humanos y las humanas comunes y corrientes. Mencionaban que nadie sabía exactamente cómo se había formado esta especie de espejismo, donde una existencia alternativa sucedía a ojos de todo cuán afortunado (o no) pudiera percatarse de su presencia. Porque sucedía de esa forma: no todo el mundo notaba la figura de esta calle-cuadro y que tan solo unos pocos eran capaces de observarle tal como era. Las chicas comentaban con total naturalidad que por esta cualidad del cuadro, de elegir a sus posibles espectadores cuál antítesis de una opera prima, es que era posible que aquellos escogidos tuvieran la posibilidad de adentrarse en el cuadro. Tal cual: introducirse al cuadro como si fuera más sencillo que subirse al carro de un tren urbano con destino a Aveiros. Hacían el comentario de que un conocido de una de ellas había conseguido entrar al cuadro y retornar para contar algo de su vivencia, como pocos lo habían conseguido. No lo de entrar, sino que la posibilidad de volver y contarlo.
La otra chica replicaba que por lo que ella había escuchado, muchos de los que sabían de esta peculiaridad callejuela se habían aventurado a entrar, no habían podido salir del cuadro y permanecían infinitamente en él. Y el que había vuelto contaba en secreto que en este cuadro, ya dentro de él, se cumplían de alguna forma todas las vidas posibles que tenemos potencialmente para vivir en esta cuerda, pero que por muchos (o pocos) motivos no nos atrevemos a vivir y quedan eternamente gravitando en un tal-vez-quizá-en-alguna-otra-vida.
Luego de comentar otros aspectos como el clima y la organización política actual, pidieron la cuenta y salieron a perderse entre la multitud de la gente de la rua maozinhos.
Bastó esa pequeña casual conversación matutina de un par de desconocidas para que cambiara todo lo que llevaba pensando de aquel descubrimiento del cuadro. Algo que llevaba callado dentro hace meses comenzó a brotar como un chorro del vapor de un géiser acumulado desde las entrañas de la tierra por miles y miles de años. Porque todo aquello era tan difícil y elucubrado, tan enredado como para ser explicado en estas palabras que escribo en el IPad cual recordatorio de un análisis complejo interno, que se verbaliza y vuelve concreto tal como este cuadro mágico que se aparece de la nada en este primer viaje a Portugal. Ningún vídeo de YouTube hablaba de este acontecimiento, ningún blog hacía ni siquiera una pequeña reseña de este cuadro, ya por ser quizá imposible de creer en el mundo actual y sacudido en el que vivimos inmersos.
Y ese pensamiento pequeño que llevaba escondido dentro mío no quiso volver a refugiarse al ver la luz tranquila del sol reflejado en el río Duero. Y comenzaron las interrogantes en la madrugada, oprimiendo el pecho como una crisis de pánico. ¿Qué pasaría si doy el salto hacia el cuadro? ¿Qué tal se sentirían esas vidas donde uno es más auténtico que un cristal de cuarzo, sin la presencia de esas energías oscuras que absorben tus ganas de recorrer la galaxia entera en una nave espacial casera hecha de cartón reciclado? O La idea de vivir esa vida sin temor al qué dirán, cómo nos mirarán, que susurrarán en secreto luego de pasar por los pasillos del colegio, caminado rápido y con la cabeza gacha para llegar al baño, encerrarte en un cubículo y pasar allí los recreos escondido.
Y después esa idea se instaura en la cabeza y se replica como el ARN de un virus nuevo y mutante que dará origen a la siguiente pandemia, cuando aún ningún científico lo ha detectado en un cultivo de laboratorio. Y esa idea-garrapata ya estaba succionando el resto de mis días de vacaciones: en una tienda de supermercado Continental al tratar de encontrar una bolsa de granola para el desayuno;
En un azulejo amarillo de la fachada de una casa en la escalas de Barredo;
Sentado en el baño en una posada en Geres;
En un espigueiro vacío en Soajo.
Y por primera vez sentí el coraje de dejar las fantasías de lado, dejar de ser el chiquillo que sueña una vida imaginaria. Decidí no quedarme con la pregunta e ir por la respuesta, considerando los sucesos de mi vida y el momento en el que me encuentro, era necesario dar el salto sin quedarse con los brazos cruzados a la espera de que el destino decida por mí antes que yo decida mi propio camino…
***
Encontré este escrito de Pedro en su IPad luego de un par de meses de que ocurriera lo que finalmente le sucedió. No fue difícil adivinar su contraseña, no es que la haya mirado de reojo algún día recostados en la cama. Quizá tenía la certeza de que algo de él se arraigaba en nuestras fechas y acontecimientos. Solo escribo esto para dar punto final a una historia inconclusa, si es que es estrictamente necesario dar por término a toda historia, ¿y si existen cuentos sin final? ¿Acaso todo tiene que acabar? Porqué, si lo átomos y partículas de las estrellas desintegradas podrían eternamente expandirse por el universo y congelarse en un frío perpetuo, para entrecruzase nuevamente y dar origen a nuevas formas de vida en trillones de años más.
Si es necesario un final, pregúntenle a Pedro si algún día es capaz de retornar. Por esto, no le tengo ni una pizca de rencor. Por que se le ve tan apacible en el cuadro, con la mirada taciturna como siempre pero tranquilo y su pelo rosado hace juego con los azulejos de las fachadas de las casitas que se pierden en las curvas de la calle São Domingo.
Oporto, enero 2024