
Me acuerdo que ese día nos costó mil años poder cruzar a la calle de enfrente y ni siquiera estábamos seguros si era la calle correcta para llegar al metro. Llovió mucho y nos pilló de improvisto porque dejamos el paraguas en el Hotel. Nos tuvimos que esconder debajo del techito de un negocio a esperar que pasara un poco, mientras mirábamos la Basílica de San Pedro mojándose con agua. Parecía que todos habían salido preparados porque la mayoría llevaba paraguas y seguían como si nada. Pero como no paraba nunca de llover, seguimos corriendo hasta el Castillo del Ángel si es que estaba abierto. Dimos una gran vuelta por abajo buscando la entrada secreta que relatan los libros, pero todo parecía cerrado. Ese día me quejaba por no haberme puesto zapatillas en vez de botas, porque me mojé hasta las rodillas. El mapa que siempre llevaba en el bolsillo derecho de la chaqueta también se mojaba cada vez que lo sacaba para saber dónde estábamos, y costaba mucho elegir una calle para seguirle, porque en el mapa todo se ve tan fácil porque no lo hicieron un día de lluvia, con muchos autos ni motocicletas. Tirarse a la calle rogando por no ser atropellados fue la mejor opción. No morimos en el intento así que caminamos y caminamos buscando la gran eme blanca con fondo rojo que indica la entrada al metro. Hacía frío, pero esa noche dormimos muy calientitos porque la habitación tenía aire acondicionado.