Me superpongo en esta realidad que da vueltas como la luz estroboscópica de una discoteca de los años 90. Otra vez ir y volver entre multiversos, tratando de mantenerse erguido para no desintegrarse ante la solidificación de esta extraña vida moderna.
Y estoy frente a la vereda de lo que alguna vez fue un hogar, un tercer piso en calle Huelén en un día de invierno caluroso, pronóstico de un verano que será insosteniblemente abrasador. Escucho el aleteo de los pajaritos sobre las ramas de los árboles, que sacuden las hojas secas, soltándolas y dejándolas caer en la vereda chueca por las raíces del mismo árbol. Y esos pajaritos son los bisnietos de los que presenciaron aquella vida en retrospectiva. La vida de dos jóvenes que en aquel entonces tenían el sueño de un por siempre jamás el uno al lado del otro. Ahora soy ese pajarito de ayer y de hoy, mirando de lado y con movimientos rápidos, esperando ver a esos jóvenes llegar desde Eliodoro, sacar las llaves del departamento y hacer sonar el llavero, abrir la pesada puerta de fierro y empujarla para adentrarse en un pasillo antiguo, frío y tenebroso. La puerta se cerraría con un golpe seco pero tiritón haciendo retumbar el gélido metal duro.
Pero me quedo esperando como pajarito toda la mañana y toda la tarde y no llega nadie.
Las hojas se van secando,
las hojas se van cayendo,
las hojas se van aplastando.
Hasta que aparece uno de los chicos, pero viene solo caminando desde Providencia. Se sienta en una banca vacía y se queda mirando la terraza del departamento, como recordando algo de vidas pasadas, un canto bajito llegando de tierras remotas, el aroma de una quesadilla en el desayuno, el ir y venir de una habitación a otra, el deseo de un futuro pleno y acompañado. Tal vez todo eso o tal vez nada al mismo tiempo. Quién sabe que estará pensando, quién sabe de dónde vendrá, pero se le ve tranquilo, con los ojos tiernos y con un esbozo de sonrisa en los labios. Algo va renaciendo en esa nueva soledad en que se ha transformado todo.